"Si pude ver más allá que otros hombres, es porque me subí a hombros de gigantes"
Sir Isaac Newton
Amigos y amigas os copio una historia de un conocido mio, un administrador de un sitio que frecuento. Es sabido por Dios que es un hombre hecho y derecho, con una prosa hipnotizante y un humor picó tan grande como el sol. Esta historia me ha parecido tan real, tan verdadera, tan bien contada que necesitaba compartirla. Os prometo que abandonareis el jodido lugar en el que esteis para volar hacia su mundo, crear un personaje y moverlo por el entorno que os presenta. Os presento La historia de Mundele:
Era un día cualquiera de aquellos que se intuía -nunca se estaba seguro de nada- que tocaba tiro y topografía. En efecto, tras el ejercicio matutino de rigor y el desayuno, nos ordenan que nos vistamos con el mono de trabajo, mochila de combate y armamento de instrucción (CETME B). Formamos, novedades y a los camiones.
Tres cuartos de hora más tarde llegamos al campo de tiro. Es un entorno conocido, sabemos que vamos a estar gastando munición caducada para aburrir y que por la tarde, después de comer, tocan ejercicios de topografía.
Llega la hora de la comida, nuestra siempre bien recibida Plana nos trae el rancho en sus bandejas de acero, nos sentamos en grupos por el monte a comer; aquello parecía un puto pic-nic familiar, comentando los ejercicios de tiro de la mañana, cachondeo y distensión demasiado permitidos, hasta ese momento no sospechábamos de lo que se estaba cociendo entre los mandos, lo que realmente estaban maquinando para nosotros...
De repente se ponen todos los mandos en pie, nos hacen formar sin acabar de comer y el teniente de la segunda sección se dirige a nosotros a voz en grito, entonando una cantinela impostada sobre que éramos un hatajo de vagos, chorizos y mariconas.
- ¡Cuerpo a tierra!
Obedecemos sin dar crédito a lo que estaba pasando, en el fondo todos creíamos que se trataba de que alguien había chorizado algo del cuartel y que nos lo iban a sacar a base de hostias allí mismo. El cabo primero de mi sección nos ordena sacar de la mochila de combate el gorro de lana, despojarnos del ceñidor con el machete y las cartucheras y meterlo todo dentro de la mochila. Una vez hecho esto, formados con la mochila a los pies de cada uno, nos cogen uno a uno, y con el gorro puesto nos lo bajan por la cabeza hasta taparnos los ojos y con cinta de embalar nos ciegan fuertemente para que no veamos nada y nos atan las manos por las muñecas a la espalda.
A empujones y patadas nos conducen a los camiones, nos hacen subir e irnos colocando de rodillas en filas (haciendo el trenecito pero sin erótico resultado). Arrancan los camiones y comienza un viaje a ciegas que dura más o menos una hora por caminos infernales. Con el traqueteo todos nos íbamos cayendo unos sobre otros. Yo, con mi fractura de peroné reciente, entablillada con un par de tablillas y un cordino enrollado hasta la parte superior de la bota, soportaba el peso de un llorica -antes era de los más chuletas, el grupete de los cool- que se lamentaba de su futuro incierto, el de todos nosotros.
Se detienen los camiones y paran los motores. Nos hacen bajar y, sin formar, nos conducen a patadas, gritos y empujones hacia el interior de algún sitio (la resonancia del sonido nos indicaba que era un lugar cerrado). No reconocemos las voces de quien nos tienen cautivos, no son las de nuestros mandos que conocemos perfectamente.
Nos hacen poner de cuclillas durante horas, se oyen gritos, llantos, hostias a mano abierta que caen sobre nosotros, patadas, de repente alguien me agarra del cuello y me conduce a empujones hacia otro sitio donde hay un bidón metálico con agua, me sumergen la cabeza y me hacen preguntas sobre quién es mi capitán, y otras por el estilo que no contesto. escucho como le hacen lo mismo a otros. Me vuelven a conducir a empujones a otra sala donde nos hacen poner de nuevo de rodillas, y con un sistema de megafonía nos ponen, altísima, una grabación en bucle que se repite durante horas, espantosa y estridente.
Al cabo de unas horas con aquello resonando en nuestras cabezas -tanto que aún recuerdo la locución- nos sacan de allí, nos cortan las ligaduras de las manos y nos quitan las cintas de la cabeza, devolviéndonos la vista y el riego sanguíneo.
Nos hacen formar en silencio. Es de noche cerrada y de un vistazo a las estrellas aprovecho instintivamente para localizar el Norte, pero, ¿dónde coño estamos?¿qué toca hacernos ahora? el capitán se encarga de decirnos lo que nos esperaba:
- "Tienen que ir, en patrullas de cuatro hombres, rumbo nordeste. Hay un camino principal que lleva esa dirección, pero estará continuamente patrullado por vehículos; si se es visto y capturado por uno de ellos, volverán a este punto de partida. Durante el trayecto es posible que se encuentren una prueba que deberán superar, y si no la superan, volverán los cuatro al punto de partida. ¿eztamo?"
Nos fueron dando salida escaladamente, por patrullas de a cuatro escogidos al azar. Y el azar hizo que por lo menos me tocara con gente competente. Tres y el cojo, que era yo. Salimos a la carrera por el camino y nos adentramos en la oscuridad del monte. Cuando escuchábamos un vehículo huíamos entre los pinos y nos ocultábamos entre la maleza; pasado el peligro continuábamos. Eran minutos que aprovechábamos para descansar.
Al cabo de una hora y media o dos horas, un soldado de la Plana que estaba agazapado tras una piedra en una curva del camino, nos indica que debemos acompañarle a un lugar apartado entre los árboles, donde estaba un sargento. Delante de él, una manta y sobre ella un montón de piezas todas mezcladas. Eran piezas de CETME, Zeta, pistola, una ensalada de muelles y bloques de acero. Nos hacen coger de entre ese montón de chatarra las piezas necesarias y montar cada uno un arma, a ciegas, y que funcione. Me toca la pistola. Hundo mis manos entre las piezas, comienzo a reconocer las diferentes partes, comienzo a montar el arma echando mano de mi temple al ver que a mi compañero le está costando Dios y ayuda montar un puto CETME, que se monta a oscuras en cuatro minutos. Al final armas montadas y funcionando, nos dejan seguir camino.
Al cabo de unas horas por el camino, la sed nos tiene en jaque en mayor medida que las patrullas de vehículos que nos andaban buscando. Entramos en una zona parcelada rural, salto una valla y un perro amigable nos recibe con todo el cariño que nuestros mandos no nos habían dado, aprovecho para robarle el cubo del agua del que bebimos todos, ya que no encontramos ningún grifo por la parte exterior de la chabola aquella.
Huimos de allí en dirección nordeste, reconociendo a lo lejos montañas y líneas de alta tensión por las que habíamos andado haciendo topografia anteriormente. Los ánimos iban aumentando a la par que nuestra sed, que parecía no tener fin.
Con los primeros rayos del alba e inmersos en una neblina que se había levantado de repente, exhaustos, se dibujaban a lo lejos las figuras de los camiones en el campo de tiro. Temiendo que si éramos capturados nos hacían empezar de nuevo, avanzamos agazapados hasta estar lo suficientemente cerca como para escuchar las voces de los que había allí. Reconocimos a nuestros compañeros y mandos, y un cabo primero ordenaba a una patrulla que llegaba que se acercaran, que el ejercicio había terminado. Salimos de nuestro escondrijo y nos reunimos finalmente con nuestros compañeros.
Busqué mi mochila y me bebí todo el agua que llevaba en la cantimplora. La cantimplora, o se lleva llena del todo o se lleva vacía del todo. Eso era sagrado, al menos mientras fueran rígidas. Un guerrillero no puede ir por el monte como si fuera un hombre orquesta entre el ruido de una cantimplora medio llena, partes metálicas chinchineando, roces de las perneras del pantalón (de ahí las cintas aislantes de la foto), estornudos, toses, carraspeos... Antes de salir de marcha nocturna nos hacían saltar con todo el equipo y, al que le sonara algo más de lo normal, se llevaba un doble puñetazo en el pecho o directamente le calzaban una hostia a mano abierta en la cara, con lo que todos íbamos de lo más finos y silenciosos.
Al volver del campo de tiro al cuartel, sentados en los camiones, humor de perros general, los vehículos se detienen. El teniente del principio, que parecía no tener bastante, nos hace bajar diciendo que qué coño es ese escándalo que nos traíamos, que todos abajo. Nosotros no teníamos ningunas ganas de cachondeo, por todo lo pasado, pero nos hizo bajar e ir a paso ligero tras los camiones. Nosotros, más chulos que nadie y que él mismo, amenizamos el desfile con un tercien alto y unas canciones guerrilleras. Suficiente para llenarle de odgullo y satisfación y que nos hiciera subir de nuevo a los camiones. Llegamos al cuartel y se acabó la historia.
Fin.
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