«(…) bajé del avión y toda la pestilencia de la ciudad entró por mi nariz. Apestaba a coño, alcohol y mala fortuna. Entré en los baños y solté una enorme mierda que por un momento me recordó que todo apesta por una razón. Me tomé tres cervezas en el bar del aeropuerto, medité sobre el porqué de regresar y acabé follándome en los servicios a la bella dama que me había servido los brebajes. Ella me recordaba a cada embestida lo rica que era mi polla y lo bien que follaba, me besaba con furia —tendría algún problema que ni me molesté en preguntar, solo le comía los generosos pechos mientras probaba cuántos dedos podría soportar su culo— y no paraba de recordar que tenía que volver al trabajo. Una vez limpios de vergüenza y desengaño cada uno volvió a su vida con un poquito del otro en su interior.
Me fumé un pito mientras esperaba el taxi; pensé que nunca me había preocupado dónde metía la polla o qué coño me llevaba a la boca, el sexo nunca me había jodido, siempre los problemas estaban antes o después, pero nunca durante. El taxista era feo, conducía como un loco y solo hablaba de lo mucho que quería a su esposa. Estaba convencido (creo que ambos) en que podría haber acabado con mi polla dentro de su boca en cualquier callejón de esta pestilente ciudad, pero la idea de generarle cierta incomodidad en su vida me cortó el pensamiento; de todas maneras nadie quiere recibir la primeriza mamada de un hetero autoconvencido.
El hedor nauseabundo de la vida me estaba dando dolor de cabeza. Pasé por la licorería y compré una botella de whisky. Ya llevaba la mitad cuando me levanté del sofá, puse ‘Blood on the Tracks’ en el tocadiscos, el disco del desconsuelo, clavé la aguja en ‘If u see her, say hello’ y me dejé llevar por los recuerdos. Borracho y deprimido me encontraba sentado frente al ordenador con medio vaso de seco licor, un asqueroso cigarro y mil recuerdos pululantes, vacíos y dolorosos en la atontada cabeza. Así escribí estas líneas. Te pido perdón, lector.
Tentado a masticar otro orfidal toqué un rato la guitarra mientras sonaba ‘Shelter on the storm’. No podía compararme, de hecho, no puedo compararme con nada en este mundo. La vida es simple pero complicada, un cliché como otro, pero no menos cierto. Las ideas de superación chocan con las ganas de hundirse en el caos y la miseria, el huracán de sentimientos azota sin compasión mi pequeño cerebro empapado en alcohol. Mis dedos resbalaban de las cuerdas, las campanas resonaban en alguna iglesia cercana y lloré desconsoladamente al recordar lo jugosos, tiernos, suaves y maravillosos que son tus labios. La última vez que nos besamos me soltaste un cariñoso cumplido; un consejo espacial que rebotó en los confines de la tierra, se hundió en el infierno, cogió fuerza y destrozó mi maltrecho corazón: “yo tengo mi puta vida, tú tienes que seguir con la tuya”. ¿Cómo refutar esa completa verdad? ¿Cómo agarrarme al clavo sabiendo que en algún momento caeré? Solo tengo estas palabras, es lo único que me queda, pensé.
“No te hagas eso a ti mismo”, nunca he sido de seguir mis propios consejos. La vida sigue, el sol brilla y siempre hay un después. ¿A quién le importa? Deseamos lo que no podemos querer, queremos lo que no podemos tener y tenemos lo que dios nos brinda, bueno o malo, somos incapaces de guiar nuestros pasos sin un camino impuesto. Soy un cascarón beodo lleno de incongruencia, caído desde lo más alto, roto en lo más bajo y descubierto vacío».
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