Estamos viendo a un hombre que se prepara para ir a trabajar. Se
despierta, se lava la cara, se viste, se toma el café. Mira el reloj y es
tarde, apresura el café, se pone el abrigo y aparece su mujer, despeinada y en
pijama, “¿a dónde vas?”, le pregunta. “Al trabajo”, le responde mientras coge
las llaves de la entrada. “Cariño…, te despidieron ayer”, le dice la mujer muy
seria. “¿De qué estás hablando?”, le responde mientras da un paso hacia la
puerta, ella se coloca delante, mirándole fijamente a los ojos. Él está
pasmado, no comprende por qué su mujer dice eso, sería una estupidez que
hubiera olvidado su propio despido y más si fue el día anterior, eso pensó en
los pocos segundos de silencio mientras ella lo miraba con tristeza a los ojos.
“Eso es estúpido, tengo que irme” le dijo. Su mujer baja la cabeza y se aparta
a un lado, él sale por la puerta rápidamente, cerrando de un golpe seco.
Avanza por el
pasillo dirección al ascensor colocándose el macuto. Luego pensaría el porqué
de aquella situación, ahora llegaba tarde. Aprieta el botón del ascensor con
rapidez y espera mientras cambia su peso de una pierna a otra. Tras el ding se lanza dentro del habitáculo y,
esta vez con furia, hunde el dedo en el 0.
8…, 7…, 6…, 5…, 4…., 3….; las puertas
se abren. Mira hacia el oscuro pasillo, las escaleras, el pasamanos. Las
puertas se cierran. Lentamente mira hacia el panel de los botones, su mirada se
detiene en el botón verde del 0. Es
un botón diferente a los demás, está situado en la parte más inferior y sobresale
mucho más que el resto. Baja la cabeza y rompe a llorar.
Ella está sentada
en la cocina cuando escucha la puerta. También escucha como deja la bolsa sobra
la mesa de la entrada. Se levanta y se queda debajo del marco de la puerta. Él
está allí, de pie, sin moverse, mirando la bolsa. “No quería asumirlo”, dice
con la voz cortada. “No podía aceptarlo—insiste tras una pausa—. No quería.
Quizá pretendía autoconvencerme de que no había pasado”. Solo se escucha el tic, tac del reloj. Él estalla en un mar
de lágrimas; histérico y agitado no para de repetir “(…) es imposible”, “(…) no
podemos vivir”, “(…) ¿qué haremos ahora?”. Las palabras brotan entre
sollozos, un poco de baba cae sobre el abrigo, las lágrimas mojan el cuello de la
camisa. Ella está rígida bajo el marco de la puerta. “Huele”, se escucha, pero
él no puede parar, nada importa salvo su ataque de tristeza. “¡Huele!”, dice ella más fuerte, pero
“(…) Hipoteca” se ahoga. Movimiento. Lo sujeta por los hombros de un salto, le
abofetea la cara, la rabia cesa de inmediato. “Maldito imbécil—grita—no puedes
hacer esta mierda. ¡NO puedes! Compórtate. Asúmelo. ¡HUELE!”. Él la mira con
los ojos muy abiertos, “¿Qué?”, logra decir tras un momento. “¡Que respires por la nariz pedazo de hijo
de puta!”, le grita a escasos centímetros de la cara. Como un autómata respira
por la nariz absorbiendo toda la mucosidad. “Tostadas…”, masculla con tranquilidad. “Tostadas”, repite. Huele. “¿Se queman?” dice él con un hilo de voz
limpiándose la cara con la manga del abrigo. “Se queman”, confirma.
Se levantan. Él
corre a la tostadora y saca dos tostadas negras y humeantes. Con rapidez
–aunque quemándose los dedos- las tira sobre la encimera. Se vuelve y mira a su
mujer. Ella le devuelve la mirada. “Soluciona eso, lo primero; luego veremos qué hacemos, ¿vale? Te espero en la mesa”, dice ella con la sonrisa más perfecta del universo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario