Estaba en una estación de tren, el sol entraba por los ventanales iluminando la zona con un aura casi celestial. No sabía por qué estaba allí, pero no quería estar en otro sitio que no fuera sentado en aquella estación. El silencio era total, daba la sensación de que allí no había nadie más que yo y aquella inquietante atmósfera. Me levanté del asiento para mirar a mi alrededor y no vi ni una sola persona o alguna maleta que indicara que allí, en la estación, había alguien más a parte de mi; miré fuera a través de los ventanales y la calle estaba desierta. En ese momento me invadió la inseguridad de que, por alguna extraña razón, era la única persona en la tierra, estaba solo. Eso era una locura.
Todo empezó a crujir a lo lejos. Un hilo de polvo cayó del techo que empezó a crepitar como un leño ardiendo. Un coche de la calle desapareció de mi vista en un instante, como aspirado desde el cielo. Le siguieron papeleras, farolas, paradas de bus, kioskos; cada vez cosas más grandes, hasta los edificios empezaron a desaparecer tras un ruido atronador; eran arrancados de sus raíces de asfalto dejando una llovizna de tierra. Un desierto ocupó los alrededores de la estación, que aguantaba la embestida empírea con algunos chasquidos y rugidos de rocas.
El desierto empezó a ascender, formando una pausada tormenta de arena opaca que se tragó la luz como la nada. Cerré los ojos esperando lo peor. El silencio volvió a llenar aquel extraño mundo; abrí los ojos y miré lo que parecía una canica perfectamente lisa y negra que se extendía desde la estación hasta donde alcanzaba mi vista. El mundo se había convertido en nada, una nada lisa y perfecta; y dentro de aquella nada estábamos la estación, mi protectora, y yo.
Me acerqué al cristal del ventanal y apoyé mi mano sobre él, en el momento en el que lo hice, este se resquebrajó para después romperse en millones de copos de cristal que ascendieron igual que el resto del mundo. Mi debilitado refugio decía adiós poco a poco, como la piel de una mandarina despegándose del aire que me rodeaba y ascendiendo al negro cielo sin nubes ni estrellas. Desconozco de dónde venía la luz que iluminaba todo, pero en aquellos momentos no era una duda razonable, me preocupaba más que pasaría cuando no quedara ni una triza de aquella estación ¿a dónde iría? ¿Ascendería también hacia la nada? El miedo me hizo cerrar los ojos de nuevo hasta que volvió el silencio total. Esperaba encontrarme flotando hacia mi final, pero cuando abrí los ojos estaba en el mismo sitio, con los pies apoyados en la fría y negra superficie de aquel mundo muerto. La soledad era tranquilizadora y durante unos instantes no volvió a escucharse ningún resquebrajo y yo permanecía inmóvil. Empezaba a sentirme triste ¿por qué estaba ocurriendo aquello? Se me ocurrió dar un paso y ahí acabó todo.
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