viernes, 29 de mayo de 2015

Rol anónimo #1

«Francamente, aquello me pareció demasiado azúcar. Hoy me sentía una mujer dulce, quién sabe. Nunca antes de los 40 años me habían interesado los niveles de glucosa en mi sangre, pero no creo que tenga el cuerpo preparado para problemas cardíacos, un derrame o algo hepático... Hipocondríaca he sido siempre, eso sí, lo que me llevó a tirar el café por el fregadero de la sala de descanso y prepararme otro. Esta vez con sólo una cucharada de azúcar. 

Suelo pasar mi media hora de descanso sentada en el viejo sofá de la sala para empleados. Otros bajan a la cafetería, van al restaurante de enfrente o, vienen, recogen su almuerzo del frigorífico y se lo llevan a su mesa. Como Carolina ahora mismo, sabe que estoy aquí, por eso ha entrado rápido, ha cogido su comida, me ha soltado un seco pero simpático "hasta luego" y ha vuelto a su mesa con la rapidez del viento. 

—Ay, Carolina, eres tan zorra.

Pasaba toda la mañana con un café. No me gustaba comer nada, ni picotear en mi puesto. De todas maneras, dudo que a mi jefe le hubiera gustado que lo primero que encontraran nuestros clientes al entrar en la empresa, sea a un mujer tras la recepción masticando snacks salados. No sé qué coño hago todavía en esta empresa, Héctor cada vez vende más libros y nos aguantamos muy bien, podría ayudarle en casa, apuntarme a un gym, hacer deporte o incluso volver a pintar. Pero aquí sigo, aburrida y ganando un dinero que no necesitamos. Qué tonterías digo, siempre necesitaremos dinero, nos vaya bien o mal.

Entró Paco, el contable, mientras tomaba el último trago de café. Paco es muy divertido, amable y hace bien su trabajo. Es de esas pocas personas que ayudan sin poner mala cara. A pesar de su juventud siempre tiene tema para hablar, aunque sea de películas y videojuegos. Mientras me contaba que había un problema de ajustes trimestrales recordé cuando follamos en la cena de empresa del año pasado. No íbamos borrachos, pero su juventud -y quizá mi madurez- me atrajo hasta unos niveles muy primitivos. Quiero a mi marido, y siempre lo querré, pero la oportunidad de una polla joven e inexperta dentro de ti sólo se puede presentar una vez. Y esa vez, lo quería de verdad. Fue un sexo muy placentero, él estaba muy nervioso, tanto que no se dio cuenta de que decirle a una mujer de cuarenta "no estás tan mal para tu edad" era ofensivo. Francamente, me sentó mal, tengo que admitirlo, pero su duro pene estaba tan dentro de mi que le quité importancia en ese momento; aunque creo que no me he vuelto a acostar con él por aquello. Quién sabe. O quizá me sienta una mala persona por engañar a Héctor. Sea como fuere, no me quita el sueño.

—Total, el muy imbécil arrastró las mismas fichas, duplicándolas, pensando que valían para todo tipo de documentos—, me contaba mientras yo dibujaba su enorme y suave pene en mi mente— pero no, y ahora tengo que cambiarlo todo.
—¿Estará ajustado de cara al nuevo trimestre?—pregunté automáticamente—.
—Depende.

Siguió exponiendo razones de por qué hay que hacer una cosa bien desde el principio. No volveré a acostarme con él, no por nada en especial. Es guapo, me atrae, folla decentemente y huele bien. Pero no creo que me lo merezca, una vez está bien. Además, en casa tengo todo lo que necesito.»

martes, 21 de abril de 2015

La escala de la MIERDA

Partiendo de la base de esa IDEA -de ese dicho; esa expresión- de:
«Una Mierda como un Piano» o «Una Mierda de Grande como un Piano»
podemos, haciendo uso de estas famosas «scale of the universe», estos vídeos o imágenes que todos hemos visto dónde comparan nuestro astro rey sol con otras estrellas de la galaxia, podemos -sí, podemos- hacer lo que yo he llamado «La Escala de la Mierda». Partiendo de la base de que un sujeto estándar mide 180cm, podemos escalar junto a un piano estándar también lo que consideremos oportuno para poder comparar el tamaño de esa mierda con otras mierdas de la galaxia. Sin más, aquí os dejo...


«La Escala de la Mierda»


sábado, 21 de febrero de 2015

Tostadas

Estamos viendo a un hombre que se prepara para ir a trabajar. Se despierta, se lava la cara, se viste, se toma el café. Mira el reloj y es tarde, apresura el café, se pone el abrigo y aparece su mujer, despeinada y en pijama, “¿a dónde vas?”, le pregunta. “Al trabajo”, le responde mientras coge las llaves de la entrada. “Cariño…, te despidieron ayer”, le dice la mujer muy seria. “¿De qué estás hablando?”, le responde mientras da un paso hacia la puerta, ella se coloca delante, mirándole fijamente a los ojos. Él está pasmado, no comprende por qué su mujer dice eso, sería una estupidez que hubiera olvidado su propio despido y más si fue el día anterior, eso pensó en los pocos segundos de silencio mientras ella lo miraba con tristeza a los ojos. “Eso es estúpido, tengo que irme” le dijo. Su mujer baja la cabeza y se aparta a un lado, él sale por la puerta rápidamente, cerrando de un golpe seco.
                Avanza por el pasillo dirección al ascensor colocándose el macuto. Luego pensaría el porqué de aquella situación, ahora llegaba tarde. Aprieta el botón del ascensor con rapidez y espera mientras cambia su peso de una pierna a otra. Tras el ding se lanza dentro del habitáculo y, esta vez con furia, hunde el dedo en el 0. 8…, 7…, 6…, 5…, 4…., 3….; las puertas se abren. Mira hacia el oscuro pasillo, las escaleras, el pasamanos. Las puertas se cierran. Lentamente mira hacia el panel de los botones, su mirada se detiene en el botón verde del 0. Es un botón diferente a los demás, está situado en la parte más inferior y sobresale mucho más que el resto. Baja la cabeza y rompe a llorar.

                Ella está sentada en la cocina cuando escucha la puerta. También escucha como deja la bolsa sobra la mesa de la entrada. Se levanta y se queda debajo del marco de la puerta. Él está allí, de pie, sin moverse, mirando la bolsa. “No quería asumirlo”, dice con la voz cortada. “No podía aceptarlo—insiste tras una pausa—. No quería. Quizá pretendía autoconvencerme de que no había pasado”. Solo se escucha el tic, tac del reloj. Él estalla en un mar de lágrimas; histérico y agitado no para de repetir “(…) es imposible”, “(…) no podemos vivir”, “(…) ¿qué haremos ahora?”. Las palabras brotan entre sollozos, un poco de baba cae sobre el abrigo, las lágrimas mojan el cuello de la camisa. Ella está rígida bajo el marco de la puerta. “Huele”, se escucha, pero él no puede parar, nada importa salvo su ataque de tristeza. “¡Huele!”, dice ella más fuerte, pero “(…) Hipoteca” se ahoga. Movimiento. Lo sujeta por los hombros de un salto, le abofetea la cara, la rabia cesa de inmediato. “Maldito imbécil—grita—no puedes hacer esta mierda. ¡NO puedes! Compórtate. Asúmelo. ¡HUELE!”. Él la mira con los ojos muy abiertos, “¿Qué?”, logra decir tras un momento. “¡Que respires por la nariz pedazo de hijo de puta!”, le grita a escasos centímetros de la cara. Como un autómata respira por la nariz absorbiendo toda la mucosidad. “Tostadas…”, masculla con tranquilidad. “Tostadas”, repite. Huele. “¿Se queman?” dice él con un hilo de voz limpiándose la cara con la manga del abrigo. “Se queman”, confirma.
                Se levantan. Él corre a la tostadora y saca dos tostadas negras y humeantes. Con rapidez –aunque quemándose los dedos- las tira sobre la encimera. Se vuelve y mira a su mujer. Ella le devuelve la mirada.  “Soluciona eso, lo primero; luego veremos qué hacemos, ¿vale? Te espero en la mesa”, dice ella con la sonrisa más perfecta del universo.